"¿Hay diez Mandamientos o son solamente nueve?"
Una de las tareas más difíciles para cualquier escritor antiguo, moderno o contemporáneo, es el abordaje desprejuiciado y sincero de los primeros cinco libros de la Biblia. Me refiero a la Torá o Pentateuco, sobre todo si se trata de un humilde escritor profano, como el autor de estos renglones, que hoy se aproxima apenas, con reiterados tanteos tímidos, a una obra antiquísima de fuerte contenido cosmológico, teofánico, literario, profético, legendario, histórico, reglamentario e incluso hermenéutico, a sabiendas que hay, y ha habido, especialistas como el pensador medieval Moshé ben Maimón (Maimónides) y el sacerdote católico del siglo XX Luis Alonso Schökel.
Creo que la figura más llamativa de la Torá o Pentateuco, después del patriarca Abraham, oriundo de la ciudad mesopotámica de “Ur”, es justamente el profeta teofánico, hebreo-egipcio, llamado Moisés (o “Moshé”). Quiero detenerme, por consiguiente, en algunos pasajes del “Éxodo” (o “Shemot”), y del libro Deuteronomio (en lengua hebrea “Devarim”). Utilizo para este fin dos versiones bilingües de la Biblia, en hebreo y en castellano, con notables diferencias entre la una y la otra; y dos ediciones de la Biblia católica de Jerusalén, una de ellas con interpretaciones de pie de página.
Para comenzar soy partidario que los sucesos de teofanía o revelación mosaica más importantes, ocurrieron en el Monte Horeb, en la península desértica del Sinaí (o “Sinay”). No en otras montañas más alejadas como sugieren algunos “expertos” de última hora. Mi intuición de viejo lector y de observador histórico, me conduce hacia esta conclusión bastante firme.
Moisés escribió los famosos “diez mandamientos” sobre dos tabletas de piedra labradas con sus propias manos. Los escribió en ambas caras de cada tableta. Para tal efecto se reconcentró, durante cuarenta días y cuarenta noches, con posibles padecimientos de hambre física y falta de agua, sobre las alturas del mencionado Monte Horeb.
En varias oportunidades he enumerado la cantidad de mandatos revelados o inspirados, y en la suma sólo me aparecen “nueve mandamientos”. Los cuatro textos bíblicos arriba mencionados coinciden exactamente con esta cantidad sugerida, comenzando por la respetable versión de “La Torah” del rabino Meir Matzliah Melamed, quien también añade interpretaciones suyas, y de la tradición talmúdica, a pie de página.
El problema, quizás, radica en el primer mandamiento del “Éxodo”, que podría tratarse, más bien, de una declaración monoteísta de aspiración universal. Literalmente dice: “Yo soy el Eterno, tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre”.
Tal afirmación es diferente de un verdadero mandato para el “Hombre”, que se repite en “Deuteronomio”. A partir de tal declaración se pueden contar los nueve mandamientos que nosotros sugerimos: unos que se refieren al presente en que fueron dictados, y otros que inducen a un mejor comportamiento de los seres humanos en cualquier época de la Historia, al grado que han servido de base para la elaboración posterior de unos principios éticos de carácter universal como, por ejemplo, “No matarás”, y “No hablarás contra tu prójimo falso testimonio”.
En el “Deuteronomio” o “Devarim”, hay un agregado posterior a los “nueve mandamientos”, que aparece en el capítulo quinto, versículos cuatro y cinco, que literalmente expresa: “Oye, Israel: el Eterno, nuestro Dios, el Eterno es uno. Y amarás al Eterno, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todo tu poder”. (En la Biblia de Jerusalén en vez del concepto “Eterno” aparece el concepto “Yahveh”, de igual o análogo contenido filosófico, según lo sugiriera Schökel y algunos de mis versos poéticos en “De Jericó, el relámpago” y en “Correo de Mr. Job”).
Más que un mandato el agregado del texto deuteronómico sugiere una profunda exhortación, de libre arbitrio, de unos sabios monoteístas convencidos. Por eso en algunas tradiciones el amor supremo hacia Dios se convierte en el primer mandamiento, porque entonces se completa el “Decálogo”, un poquito diferente al revelado o inspirado en las cumbres del Monte Horeb (o “Joreb”), lo que repercute en la tradición bíblica cristiano-occidental.
Desde mi punto de vista los sucesos legendarios e históricos de Moisés ocurrieron unos mil doscientos treinta y dos años (1,232) aproximados, antes de Jesucristo, en los tiempos en que gobernaba el faraón “Merenptah”, hijo de Ramsés Segundo, quien se enfrentó a las tribus hebreas del desierto, según consta en una estela de guerra de ese mismo año.
Y aunque el “Código” del rey babilónico Hammurabi es del año 1,760 antes de nuestra era occidental, es casi imposible que el desértico Moisés, o sus escribanos, lo hayan conocido en forma directa, en tanto que ese “Código” se extravió unos mil doscientos años antes de Cristo, y fue descubierto en el año 1901, de nuestra era actual. Su estela, con inscripciones cuneiformes en lengua acadia, se encuentra en Louvre, París.